EL FILM BELICO QUE ADMIRABA ORSON WELLES.

 EL FILM BELICO QUE ADMIRABA ORSON WELLES.


Cuando Orson Welles, el genio de Ciudadano Kane, declaró que La cruz de hierro era “la mejor película de guerra que había visto sobre el soldado raso desde Sin novedad en el frente”, muchos se sorprendieron. No era un cumplido menor viniendo de uno de los artistas más lúcidos del siglo XX, ni una opinión esperable sobre una obra que en su estreno fue recibida con división y escaso éxito comercial. Pero el tiempo —ese crítico incorruptible— terminó por dar la razón al maestro.

Dirigida en 1977 por Sam Peckinpah, La cruz de hierro parecía, en su momento, un proyecto destinado a la incomodidad. Nada en ella buscaba la glorificación ni el heroísmo. Lo que ofrecía era una visión seca, pesimista y brutal del frente oriental durante la Segunda Guerra Mundial. En el centro de la historia, el cabo Rolf Steiner —interpretado por un imponente James Coburn—, veterano del ejército alemán, es un hombre cansado, consciente de la inutilidad de su deber. Frente a él se alza el capitán Stransky, encarnado por Maximilian Schell, oficial ambicioso que ansía la medalla que da título al filme: la Cruz de Hierro, símbolo de honor para unos, de farsa para otros. La rivalidad entre ambos hombres encarna el conflicto moral de una guerra sin ideales, librada más por vanidad que por convicción.

La grandeza de la película no reside en sus escenas de combate —que son, sin duda, extraordinarias—, sino en su retrato de los hombres que habitan ese infierno. Peckinpah no buscaba la épica, sino la descomposición. Como en Perros de paja o Grupo salvaje, su mirada no se detiene en la violencia, sino en el impulso que la engendra: la pulsión por sobrevivir, por imponerse, por proteger lo que aún conserva sentido. La guerra, para él, era un espejo del alma masculina, un territorio donde la moral se desmorona.

Tal vez por eso Welles quedó fascinado. Reconoció en La cruz de hierro una autenticidad que pocas películas bélicas habían alcanzado desde Sin novedad en el frente, la obra maestra de Lewis Milestone de 1930 basada en la novela de Erich Maria Remarque. Aquel filme desnudó el mito del patriotismo y despojó al soldado de toda gloria, mostrando la guerra como una experiencia deshumanizadora. Peckinpah retomó esa herencia cuarenta años después, trasladándola a un nuevo conflicto, pero con la misma amargura y lucidez.

La conexión entre ambas películas es profunda, casi espiritual. Si Milestone seguía a Paul Bäumer, un joven idealista que ve su inocencia desangrarse en las trincheras, Peckinpah se centraba en Steiner, un veterano escéptico que ya no cree en nada. Entre uno y otro hay una vida entera de decepción y cinismo.

Pese a su fracaso inicial, La cruz de hierro ha ganado con los años el respeto que merecía. No solo fue admirada por Welles, sino también por Quentin Tarantino, que la cita como una de sus principales influencias al escribir Malditos bastardos. Críticos y cineastas coinciden en que la fuerza del film reside en su crudeza visual, en su ritmo irregular y en esa tensión constante entre la violencia como condena y como necesidad.

Hoy, revisitarla es comprender por qué Welles, tan exigente como generoso en su juicio, la consideró una obra maestra: porque tras la metralla y el barro, Peckinpah filmó algo más profundo que una batalla. Filmó la derrota moral del hombre, su cansancio, su miedo y su impotencia ante un mundo que ha perdido cualquier sentido del honor.



Comentarios

  1. La cruz de hierro es una de las grandes peliculas bélicas de la historia del cine con un Sam Peckinpah en plena forma, y en donde la figura del soldado alemán se la retrata como personas con principios, no como unos asesinos desalmados.

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