"ORGULLO Y PASION", LA PELICULA QUE RODARON EN ESPAÑA, CARY GRANT, SOPHIA LOREN Y FRANK SINATRA.
Un país puede adoptar a una estrella sin declararlo nunca. Antes de que Sophia Loren se convirtiera en mito universal, España ya la había hecho suya. Quizá por la luz, que parecía escrita para su piel; quizá por la fiebre cinematográfica que transformó nuestras sierras y murallas en escenarios de epopeyas. En los años cincuenta y sesenta, mientras Hollywood buscaba horizontes más amplios, ella halló en nuestra geografía una segunda casa: un territorio que mezclaba el polvo del pasado con el brillo de la leyenda.La historia comenzó en 1957 con Orgullo y pasión, la colosal cinta de Stanley Kramer en la que compartió planos con Cary Grant y Frank Sinatra. Aquel ejército de guerrilleros que empujaba un cañón descomunal hacia las tropas napoleónicas convirtió Ávila, Segovia, Santiago y El Escorial en paisajes de pólvora, romance y épica. Allí, entre túnicas de campaña y cielos castellanos, la Loren reveló lo que ya era: un rostro que podía conjugar fuerza y modernidad, sensualidad y carácter.
El romance entre la actriz y España continuó. Volvió como Doña Jimena en El Cid (1961), a las órdenes de Anthony Mann y junto a Charlton Heston, entre castillos que parecían erigirse para ella: Peñíscola, Belmonte, Torrelobatón… Pocos años más tarde, como Lucila en La caída del Imperio Romano (1964), rodó de nuevo en Madrid y sus alrededores, en una superproducción que confirmaba su dominio del espacio fílmico. Ya no era solo el emblema del Mediterráneo: era una intérprete que convertía cada gesto en relato, cada mirada en destino.
En aquellos rodajes, España se rendía a su paso. Las crónicas de entonces hablan de muchedumbres apiñadas tras las vallas, de reporteros que aguardaban una sonrisa, de un fervor casi religioso. Loren respondía con naturalidad: sin ínfulas, cercana, curiosa. Comía tapas entre luces de rodaje, reía con los técnicos, caminaba sin miedo entre la gente. Donde otros solo veían un decorado exótico para las cámaras de Hollywood, ella percibía verdad: piedra, polvo, luz. Materia viva que acabaría formando parte del tejido de su mito.
Y en medio de Orgullo y pasión, cuando las murallas de Ávila se preparaban para el asalto final, el azar quiso firmar una nota de ironía histórica. Entre los miles de figurantes anónimos que respondieron al anuncio local apareció un joven abogado de 23 años, secretario del gobernador provincial, que solo buscaba unas dietas y una aventura distinta. Se llamaba Adolfo Suárez. Le vistieron de guerrillero, lo cubrieron de polvo y lo hicieron correr hacia la fortificación, una y otra vez, mientras la cámara capturaba la grandeza del momento. Ningún plano lo distingue, pero estuvo allí: un futuro presidente de Gobierno, respirando el mismo aire que Sophia Loren, cuando España, aún en blanco y negro, empezaba a abrirse al mundo.
Lo de Adolfo Suarez ya lo sabía y mira que intento fijarme en la escena de la toma de Ávila, cada vez que la veo y no hay manera de reconocerlo.
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