RICHARD BURTON, UNA VIDA MARCADA POR EL ALCOHOLISMO.
Murió en Génova, a los 58 años, víctima de una hemorragia cerebral. Pero, en realidad, Richard Burton llevaba mucho tiempo muriendo de sí mismo: del whisky, de los celos, del talento que se le escapaba entre los dedos. Hijo de un minero alcohólico, supo desde joven que el alcohol sería tanto su condena como su refugio. “Bebo por miedo —escribió en sus diarios—: miedo al escenario, miedo a no ser suficiente, miedo a mí mismo”. Y, en otra página, dejó su epitafio más amargo: “He derrochado talento. He derrochado amor. He derrochado mi vida… y todo por una botella”.
Aquel hombre de voz grave, de presencia magnética, había nacido un siglo atrás en la pobreza del Gales minero, pero vivió rodeado de diamantes, de jet privado y de portadas escandalosas. Su aspecto de intelectual atormentado chocaba con los excesos que lo rodeaban. Y, sin embargo, esa contradicción lo definía. En el teatro, en el cine y en la vida, Burton fue un hombre dividido.
Tras servir en la Segunda Guerra Mundial, decidió entregarse al arte. Se formó en Oxford, destacó en los escenarios británicos y debutó en el cine a finales de los años cuarenta con una seguridad que deslumbró a todos. Mi prima Raquel, de Henry Koster, le valió su primera nominación al Oscar y marcó su entrada en Hollywood. A partir de entonces, se convirtió en uno de los rostros más poderosos del cine de los cincuenta y sesenta, entre epopeyas de toga y arena como La túnica sagrada o Alejandro Magno, y dramas bélicos como Las ratas del desierto o El día más largo. Pero siempre volvía a Inglaterra, a su idioma natural, a su terreno más íntimo: el teatro, la palabra, Shakespeare.
Y entonces llegó Elizabeth Taylor. Se conocieron durante el rodaje de Cleopatra, en Roma, en 1962, aunque ya se habían cruzado fugazmente una década antes. El flechazo fue inmediato, fulminante y, sobre todo, público. Ambos estaban casados, y su pasión desbordada se convirtió en escándalo mundial: el Vaticano llegó a condenar su romance como “una vergüenza pública” y “erótico-vagabundo”. Pero ellos siguieron adelante, desafiando a todos. Se casaron en 1964 en Montreal y, diez años más tarde, se divorciaron, para volver a casarse un año después… y separarse definitivamente en 1976.
Su relación fue una hoguera: ardiente, destructiva, incontrolable. Se amaron entre peleas, celos, alcohol, reconciliaciones y joyas legendarias. Burton la colmó de regalos fastuosos, como la Perla Peregrina o el diamante Taylor-Burton, de casi 70 quilates. “Nuestro amor era tan intenso que nos consumía mutuamente”, confesó. Y, aun entre escándalos, juntos rodaron títulos memorables: ¿Quién teme a Virginia Woolf?, La fierecilla domada, Doctor Fausto, Los comediantes, Bajo el bosque lácteo...
A la crítica, Burton le seguía resultando irresistible. Daba igual lo que dijeran los tabloides: en pantalla era puro fuego. Becket, El espía que surgió del frío, La noche de la iguana, La escalera, Muerte en Roma o su postrera 1984 lo confirmaron como un actor de hondura casi literaria. Fue nominado siete veces al Oscar, aunque nunca lo ganó, y jamás veía sus propias películas: odiaba contemplar sus errores, decía.
Su verdadero drama, más allá de Hollywood y del amor, fue el alcohol. Hubo rodajes —según él mismo confesó— de los que no recordaba ni una escena. Vivió entre resacas, hemorragias y un cuerpo que se desmoronaba, pero nunca pudo abandonar la botella.
Y sin embargo, pese a tanto exceso, pese a las ruinas del lujo, hubo en Richard Burton algo que sobrevivió a todo eso: la voz del hombre que lee. “La mayoría me ve como un libertino, como un mujeriego, como un borracho y como un derrochador”, escribió. “Y soy todo eso, dependiendo de la luz, sí. Pero soy, ante todo… un hombre que lee”.
A cien años de su nacimiento, sigue brillando en la memoria como un actor inmenso y un alma en combate perpetuo, que intentó ahogar su talento en whisky y terminó inmortalizándolo en palabras.

A mi personalmente y no voy a discutir si era mejor o peor actor, pero es un actor que no me ha gustado nunca demasiado. Era un actor sin carisma, pero que no obstante supo estar en lo mas alto, no se si algo tuvo que ver Liz Taylor.
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