EL WESTERN QUE ACABO DIRIGIENDO JOHN WAYNE TRAS LA MUERTE DE SU DIRECTOR.
En 1961, cuando el western clásico comenzaba a perder su brillo, Michael Curtiz —el mismo que había hecho soñar al mundo con Casablanca— libraba su propia batalla. Enfermo de cáncer, agotado tras años de ocultar la enfermedad, afrontó su última película, Los comancheros, como quien cabalga hacia el ocaso. Su cuerpo ya no respondía, pero su mirada seguía filmando con la pasión de siempre. Cuando el dolor le impidió levantarse del sillón, John Wayne asumió en silencio el timón de la producción. Terminó la película, pero pidió que su nombre no figurara en los créditos: la firma final debía ser de Curtiz.
Ese gesto, de nobleza casi quijotesca, da a Los comancheros un tono de despedida que atraviesa toda la película. No es sólo un western más, sino un adiós al modo clásico de entender el género. Aquellos héroes de códigos inquebrantables, los villanos de trazo firme y la justicia poética que sostenía los relatos del Oeste empiezan aquí a desvanecerse. Lo que queda es una historia con sombras, con matices, como si el propio cine americano empezara a aceptar que el mundo ya no era tan limpio como antes.
La trama sigue al ranger Jack Cutter (John Wayne), un hombre de principios duros y mirada cansada, encargado de escoltar a Paul Regret (Stuart Whitman), un jugador elegante que huye tras matar al hijo de un juez. Lo que comienza como una simple entrega de prisionero se complica cuando ambos se ven envueltos en una red de contrabando de armas con destino a los comanches. En medio del polvo y el peligro, surge una alianza improbable, primero por necesidad, luego por respeto. Y entre ellos se cruza Pilar (Ina Balin), la hija de uno de los traficantes, que obligará a Regret a decidir entre su libertad o su conciencia.
Curtiz rodó gran parte del filme entre la debilidad y la fiebre, y eso se siente en su tono: menos grandilocuente, más íntimo, casi melancólico. Wayne completó el trabajo sin estridencias, preservando el espíritu de su amigo y mentor. Aquel gesto silencioso terminó dando a Los comancheros una humanidad poco común dentro del género.
Con un presupuesto de unos cuatro millones de dólares, la película fue un éxito en taquilla y reforzó el estatus de Wayne justo antes de que el western cambiara de piel. Pronto llegarían los mundos más crudos de Sam Peckinpah y los duelos polvorientos de Sergio Leone, pero Los comancheros quedó como un puente entre dos épocas: la del mito y la de la herida.
Y para el espectador atento, es también un festín de curiosidades: Lee Marvin roba cada plano en el que aparece; Michael Ansara, actor de origen sirio, destaca en un raro papel prolongado dentro del cine del Oeste clásico; y Stuart Whitman, elegante y carismático, se afianzó como actor de primera línea, obteniendo una nominación al Óscar poco después.
Hoy, vista con distancia, Los comancheros no sólo cierra una filmografía legendaria, sino que suena como el eco de un adiós: el de Curtiz, el de un género y el de un modo de hacer cine que ya cabalgaba hacia el horizonte.

Pues John Wayne hizo un gran trabajo como director en todo lo que dirigió, yo la verdad es que no tenía ni idea de que Michael Curtiz fallecio cuando estaba dirigiendo esta pelicula. Por cierto en mi casa a Stuart Whitman se le conoce como "Monsieur", tal y como lo llamaba John Wayne en esta pelicula. 😉
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