UNA MIRADA A LA EDAD DE ORO DEL FANTATERROR ESPAÑOL.
Mucho antes de que el término fantaterror se acuñara, un joven gallego llamado Amando Ossorio Rodríguez soñaba con caballeros templarios cegados y malditos que regresaban de la tumba para aterrorizar a los vivos. De ese sueño nacería, entre 1972 y 1975, su célebre Tetralogía de los Templarios: La noche del terror ciego, El ataque de los muertos sin ojos, El buque maldito y La noche de las gaviotas. Cuatro películas que mezclaban erotismo, paganismo y terror gótico, envueltas en una atmósfera medieval y decadente, que inspirarían a cineastas como Lucio Fulci. Educado en la Escuela Oficial de Cine, Ossorio había probado antes suerte con wésterns, dramas y musicales, pero encontró su voz definitiva con Malenka, la sobrina del vampiro (1968). Su cine, rodado con modestia y rapidez, dio lugar a títulos como Las garras de Lorelei, La noche de los brujos o La endemoniada, pequeñas producciones que, sin embargo, consolidaron una marca de identidad propia.
Y mientras Ossorio afilaba su estilo, otro creador ya se había ganado un lugar en la cima de ese movimiento. Jesús Franco, incansable e inclasificable, rodó, escribió, montó y actuó en buena parte de su desbordante filmografía. A veces venerado, otras denostado, Franco fue un nómada del celuloide que filmó en España, Francia, Alemania o Italia, donde fuera necesario para seguir creando. Su cine, mezcla de erotismo y terror de serie B, dio vida al mítico Doctor Orloff y se abrió a todo tipo de géneros: del policíaco a la aventura, del Vampyros Lesbos más lisérgico al Conde Drácula protagonizado por Christopher Lee. En los años setenta abrazó el cine erótico y el softcore, pero sin perder nunca su mirada culta y su sabiduría técnica, la misma que llevó a Orson Welles a ficharlo como director de segunda unidad en Campanadas a medianoche (1965). Con el tiempo fue olvidado, pero después rescatado por cineastas como Joe Dante o Quentin Tarantino, que lo reconocieron como el gran outsider del cine europeo.
Frente a su desmesura, Paul Naschy —o Jacinto Molina, su verdadero nombre— representó el lado heroico y romántico del fantaterror. Actor, guionista, productor y director, interpretó a casi todos los monstruos clásicos: momias, vampiros, hombres lobo o el mismísimo Dr. Jekyll. Con títulos como La marca del hombre lobo, El espanto surge de la tumba o Dr. Jeckyll y el Hombre Lobo, Naschy dio forma a una mitología genuinamente española, que combinaba el horror universal con la pasión de las leyendas ibéricas. Su carrera, que abarcó más de cien películas, se completó con una quincena de títulos dirigidos por él mismo —como Inquisición o La bestia y la espada mágica—, y fue coronada en 2001 con la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes.
A su lado, y a menudo en colaboración, trabajó el argentino León Klimovsky, que desarrolló la mayor parte de su filmografía en España. Maestro del gótico europeo, Klimovsky aportó al género su mirada inquietante y su gusto por las atmósferas brumosas, los castillos en ruinas y la música turbadora. Sus películas —La noche de Walpurgis, La rebelión de los muertos, El vampiro de la autopista— se movían entre el fatalismo y el erotismo, como una versión ibérica del terror de la Hammer. Su alianza con Naschy daría algunos de los títulos más memorables del ciclo.
Y si el fantaterror español se sostuvo sobre esos nombres, hubo otro que lo abrió al gran público desde las pantallas del televisor: Narciso “Chicho” Ibáñez Serrador. En los años sesenta, cuando la televisión en España era aún un experimento, Historias para no dormir trajo al salón de las casas relatos de Poe, Bradbury o Lovecraft, adaptados con ingenio y una atmósfera que marcó a toda una generación. Aquel audaz proyecto televisivo fue, en realidad, la puerta de entrada a un imaginario que definiría buena parte del terror español posterior.
Y cerrando este mapa de sombras, surge Eugenio Martín, un director de elegante oficio que transitó con soltura por el spaghetti wéstern, el cine bélico y el de aventuras, pero que dejó su huella más profunda en el horror psicológico. Pánico en el Transiberiano —con Christopher Lee, Peter Cushing y Telly Savalas— y Una vela para el diablo bastarían para asegurarle un lugar de honor en esta genealogía.
Ibáñez Serrador, Franco, Ossorio, Naschy, Klimovsky y Martín: seis nombres distintos, una misma pulsión. Juntos levantaron un territorio imaginario donde el miedo, el deseo y lo grotesco se mezclaban con una identidad tan española como universal. Un género inclasificable, salvaje y hermoso que, con justicia, seguimos llamando fantaterror.

A finales de los sesenta y durante los setenta España vivió su edad de oro del cine de terror español con Leon Klimovsky, Amando d'Ossorio, Eugenio Martin y Paul Naschy por cierto uno de los fundadores del Festival de cine fantástico y de terror de Sitges, cuando se llamaba así. Títulos como La noche de Walpurgis, La noche del terror ciego, Pánico en el transiberiano, No profanaras el sueño de los muertos.... son algunas de las joyas del cine de terror patrio.
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