EL ROMANCE DE CLINT EASTWOOD EN UN RODAJE QUE CASÍ ACABA EN TRAGEDIA.
Clint Eastwood nunca ha ocultado que hubo un momento en su carrera en el que aceptaba casi cualquier desafío. Años después lo resumiría con una sinceridad desarmante: estaba “lo suficientemente loco como para intentar cualquier cosa”. Esa mentalidad abierta, casi temeraria, le llevó a participar en proyectos que hoy parecen desajustes dentro de su filmografía, experimentos que no siempre encajaban con el mito que estaba empezando a construirse.
Uno de esos desvíos fue La leyenda de la ciudad sin nombre, un western de 1969 que se alejaba del polvo y la épica tradicional para abrazar la comedia y, de forma todavía más desconcertante, el musical. Eastwood compartía pantalla con Lee Marvin y Jean Seberg, pero desde el principio tuvo la sensación de estar pisando terreno inestable. El guion no terminaba de convencerle y aquella mezcla de géneros le resultaba incómoda, casi antinatural. Aun así, decidió seguir adelante, empujado por la curiosidad y por ese impulso de no cerrarse puertas.
La parte musical era, para él, el mayor escollo. Aunque la música siempre había estado presente en su vida —su padre había sido cantante—, nunca se sintió a gusto cantando ante una cámara. No se veía a sí mismo como intérprete vocal ni quería que esa faceta contaminara la imagen que estaba forjando como actor. Insistía en que aquello no era realmente cantar, pero la sola idea de verse entonando canciones en un western le producía rechazo.
Sin embargo, lo más incómodo no sucedió frente al objetivo. El episodio que marcaría aquel rodaje llegó desde fuera, cuando la realidad decidió imitar al género que estaban filmando. Romain Gary, marido de Jean Seberg y escritor consagrado, apareció inesperadamente en el set tras descubrir que su esposa mantenía una relación con su compañero de reparto. La diferencia de edad —Gary era 24 años mayor— y la crisis que atravesaba el matrimonio añadían tensión a una situación ya de por sí explosiva.
El gesto fue tan teatral como perturbador: Gary retó a Eastwood a un duelo, como si el western se hubiera desbordado y hubiera invadido la vida real. Se aseguró, además, de que el incidente no pasara desapercibido, consciente de que la prensa amplificaría cada detalle. Eastwood, casado en ese momento pero acostumbrado a relaciones abiertas, no vivió el conflicto con la misma intensidad emocional. Para él, la decisión fue sencilla: no entrar en el juego. Rechazó el desafío y se marchó sin explicaciones. Poco después, Gary anunció su intención de divorciarse, cerrando públicamente el episodio.
Años más tarde, Karina Longworth rescataría esta historia en su podcast You Must Remember This, aportando un detalle revelador: tras la marcha de Gary, Seberg llamó a su publicista para confesar que estaba profundamente enamorada de Eastwood y que necesitaba ayuda para anunciar su divorcio. Pero esa ilusión no encontró eco. Cuando el rodaje se trasladó de nuevo a los estudios de Paramount, algo se había roto.
Eastwood optó por la distancia. Trató a Seberg como si nada hubiera ocurrido entre ellos, levantando un muro de frialdad que la actriz no supo comprender. Según relató Jerry Pam, agente de ambos, en la biografía Played Out: The Jean Seberg Story, aquel cambio fue devastador para ella. Vulnerable y emocionalmente frágil, Seberg quedó profundamente afectada por una indiferencia que contrastaba con la intensidad de lo vivido.
Así, lo que comenzó como un experimento cinematográfico terminó convertido en uno de los recuerdos más incómodos de la carrera de Clint Eastwood: una película que nunca terminó de creer, unas canciones que nunca quiso cantar y un duelo que, por suerte, decidió no librar.

Es que debería ser muy difícil resistirse a los encantos de esta actriz.
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