EL MALESTAR PERSONAL ENTRE CHARLTON HESTON Y SOPHIA LOREN DURANTE EL RODAJE DE "EL CID".
Mucho antes de que Charlton Heston y Sophia Loren se miraran a los ojos ante las cámaras, el verdadero pulso de El Cid ya se libraba en los despachos, en los pasillos del set y, sobre todo, en el orgullo herido de sus dos protagonistas. Rara vez un rodaje tan monumental escondió tras sus murallas un duelo tan prolongado.
La chispa que encendió este proyecto nació lejos del Mediterráneo. Samuel Bronston, productor norteamericano con olfato para los sueños grandiosos, había quedado fascinado con España tras ver Bienvenido, Míster Marshall. El país le ofrecía justo lo que buscaba: escenarios majestuosos, una mano de obra sorprendentemente económica y un régimen dispuesto a abrir castillos, ejércitos y ceremonias oficiales a cambio de una buena vitrina internacional. Fue así como Bronston convirtió Madrid en un pequeño Hollywood y, tras Rey de Reyes, fijó su mirada en la empresa más ambiciosa de todas: llevar la leyenda del Campeador a la gran pantalla.
El reparto se convirtió pronto en el primer campo de batalla. Para interpretar al héroe castellano, ningún nombre parecía competir con el de Charlton Heston, el emblema del cine épico. Donde sí hubo dudas fue en la elección de doña Jimena. Aunque Anthony Mann, director del filme, veía con buenos ojos a su esposa, Sara Montiel, otra voz poderosa intervino: Roberto Haggiag, productor italiano, impulsó la candidatura de Sophia Loren. Y su propuesta terminó imponiéndose.
La presencia de Loren transformó el rodaje desde el primer instante. Su llegada al set, enfundada en los trajes medievales de Jimena y repartiendo saludos radiantes, dejó sin aliento a medio equipo. La espectacularidad era tal que los guionistas trabajaron a contrarreloj para reforzar su papel, que originalmente estaba concebido como un acompañamiento discreto. Aquella decisión, tan celebrada por algunos, resultó intolerable para Heston, que vio cómo su dominio absoluto en pantalla se resquebrajaba.
A partir de ahí, la convivencia entre ambas estrellas se volvió un equilibrio frágil. Loren exigía emoción, densidad, conflicto; se negaba a ser una figura decorativa. Heston, metódico y exigente, peleaba cada palabra del guion y cada centímetro de encuadre que sentía que se le arrebataba. “Si mi personaje no tiene fuerza, me voy”, llegó a advertir ella. Y nadie dudó de que podía cumplir su amenaza.
Mientras tanto, la película seguía avanzando por toda España como una caravana épica: Toledo, Burgos, Torrelobatón y, finalmente, Peñíscola, donde el impresionante rodaje de las escenas de batalla convirtió castillos, soldados del ejército y hasta animales del pueblo en extras improvisados. Allí estalló la tormenta definitiva. Loren llegó con más de cuatro horas de retraso, y Heston declaró que no volvería a dirigirle la palabra. El detalle irónico es que ese día debían filmar la despedida final entre Jimena y el Cid, una escena cargada de emoción, duelo y solemnidad. Ambos la resolvieron con profesionalidad impecable, aunque la frialdad entre ellos era absoluta.
La tensión alcanzó tal punto que, para una secuencia posterior, se optó por un truco clásico: rodar por separado. Los planos en los que se abrazan ya no pertenecen al mismo momento, ni al mismo diálogo compartido. El héroe iba por un lado; la dama, por otro. En el montaje, todo encajó. En la vida real, no tanto.
Y no acabaría ahí la contienda. Cuando la superproducción estuvo lista para conquistar los cines, Loren llevó su enfado a los tribunales: su nombre, colocado por debajo del de Heston en los luminosos de Times Square, constituía —según ella— una afrenta intolerable para su prestigio. Era, en el fondo, el último acto de un duelo que había sido tan cinematográfico como la película misma.
Pese a todo, El Cid llegó a España el 27 de diciembre de 1961 con un halo de orgullo nacional. Los espectadores contemplaron una epopeya heroica. Lo que jamás imaginaron fue que, detrás de aquella gesta medieval, ardía una batalla mucho más terrenal: la de dos estrellas cuya química solo existía cuando el director gritaba “¡acción!”.

Habrían tiranteces pero en pantalla había una gran química entre ellos.
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