"LA REINA DE AFRICA", EL RODAJE DEL CAOS.
Hay historias que sobreviven al propio cine, no porque amplíen una filmografía, sino porque revelan el verdadero rostro de quienes la protagonizan. El rodaje de La reina de África terminó convertido en uno de esos relatos que parecen exagerados, pero que, cuanto más se revisitan, más auténticos resultan. Y no es de extrañar: pocos episodios combinan con tanta naturalidad el absurdo, el peligro y una clase de heroísmo tan poco convencional como el que practicaban Humphrey Bogart y John Huston.
Antes siquiera de hablar de la película, sorprende comprobar las condiciones en las que se atrevieron a trabajar. La jungla del Congo belga no ofrecía más que calor aplastante, insectos voraces y enfermedades esperando su turno. El equipo técnico cayó en masa, abatido por la disentería y la humedad. Katharine Hepburn describía aquel lugar como un castigo divino y enviaba cartas cargadas de desesperación desde su tienda. La producción parecía condenada desde el primer día. Y, sin embargo, en medio de ese caos, dos figuras permanecían indemnes: el director y su estrella.
Lo curioso es que su método de supervivencia no tenía nada de místico. Huston lo llamaba «profilaxis personal»; Bogart, más directo, desconfiaba del agua por considerarla sospechosa. La respuesta era el whisky, en cantidades que hoy resultarían imprudentes incluso en una novela de perdición. Esa dependencia alcohólica, que en cualquier otro contexto habría sido un problema, se convirtió allí en un aliado inesperado. Mientras todos caían presa de fiebres tropicales, ellos continuaban el rodaje entre cigarrillos, sarcasmos afilados y una serenidad tan provocadora como magnética.
Resulta fascinante que Huston, lejos de concentrarse únicamente en su película, dedicara parte de su tiempo a la caza. Lo hacía, según confesó, porque dirigir sin alguna forma de riesgo le resultaba insoportablemente aburrido. Bogart a veces lo acompañaba, aunque prefería quedarse en el campamento librando sus propias batallas etílicas. Era, al fin y al cabo, un escéptico nato, un hombre que convertía el desencanto en estilo. Su ironía se asentaba con naturalidad en cada frase, como si hubiera aprendido a observar el mundo desde un ángulo apenas inclinado hacia el cinismo.
Lo extraordinario es que, dentro de aquel infierno selvático, nació una película que no solo resistió las dificultades, sino que se vio fortalecida por ellas. La reina de África conserva algo del polvo, el sudor y la obstinación con la que fue levantada. Quizá por eso Bogart recibió el único Oscar de su carrera: no por la mera interpretación, sino por el temple. Él mismo lo dijo con descaro: nadie habría soportado aquel rodaje en estado sobrio. Huston, que perseguía la aventura como si fuese su segundo oficio, continuaría en años posteriores con la misma mezcla de talento y temeridad.
Revisar esta historia desde el presente produce una sensación agridulce. Es evidente que aquellos tiempos eran duros, insalubres y, en demasiados sentidos, imprudentes. Pero también es cierto que existía una forma de autenticidad difícil de repetir. Hoy, cuando la seguridad es norma, el cine se piensa en entornos controlados, se filma ante pantallas verdes y se cuida la salud con un rigor que hubiera desconcertado a los viejos aventureros de Hollywood. El riesgo se simula, la incomodidad se evita, y el caos se almacena en carpetas de preproducción.
Bogart y Huston pertenecen ya a otra época, no porque bebieran whisky como si fuera agua —o precisamente porque no la bebían—, sino porque entendían el cine como una travesía. No eran figuras pulidas ni ejemplares: eran exploradores que encontraban en la incomodidad la chispa del relato. Su historia en la selva resume ese espíritu desaparecido: una mezcla de temeridad, talento y desprecio absoluto por lo fácil.
Quizá por eso seguimos evocándolos. No por la anécdota del alcohol, sino por lo que simboliza: un tiempo en el que la ficción se mezclaba sin pudor con la vida real, y en el que hacer cine implicaba aceptar un grado de incertidumbre que hoy resultaría inimaginable. Tal vez, en el fondo, lo que añoramos es precisamente eso: la sensación de que, para crear algo memorable, hacía falta cierto coraje… y, en ocasiones, un trago a deshora.

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