LA GRAN DESILUSION DE JACK NICHOLSON CON MARLON BRANDO.
Jack Nicholson nunca llegó a tener la intimidad con Marlon Brando que tanto había imaginado, aunque durante años vivió literalmente a su lado. La admiración que sentía por él era tan profunda que, cuando la fama comenzó a sonreírle tras Easy Rider, destinó parte de su primer dinero serio —aquellos 20.000 dólares de adelanto— a comprarse una casa en Mulholland Drive. El inmueble, amplio y luminoso, no le atrajo solo por las vistas: lo hizo porque justo al lado residía su gran héroe.Esa cercanía física, sin embargo, no cristalizó en una relación real. Brando no era hombre de visitas espontáneas ni de gestos vecinales, y Nicholson jamás recibió esa camaradería que tanto habría agradecido. De hecho, lo único que ambos compartían a diario era a su asistenta, Angela Borlaza. A modo de curiosidad, el productor Peter Guber llegó a preguntar al mismísimo Brando —sin reconocerlo— dónde vivía Nicholson, mientras aquel plantaba rosas en el jardín.
Décadas antes, en 1953, el joven Jack todavía no era más que un estudiante rebelde de último curso. Vestía vaqueros sucios y una chaqueta de motero que incomodaba a sus profesores, inspirado por la actitud desafiante que Brando había mostrado en Salvaje. El verano en que trabajó como acomodador en un cine de Neptune City lo pasó viendo una y otra vez esa película, soñando con seguir sus pasos. Su fascinación se consolidó al contemplar la fuerza de La ley del silencio, que lo convirtió en uno de tantos jóvenes de los cincuenta que aspiraban a conquistar Hollywood.
Aun así, cuando finalmente coincidieron en un rodaje, aquella ilusión chocó con una realidad más amarga. Ocurrió en 1976: Missouri, el western de Arthur Penn, reunió por fin a Nicholson y Brando en pantalla. Jack aceptó el proyecto por la oportunidad de trabajar junto a su ídolo y por reencontrarse con amigos como Harry Dean Stanton o Randy Quaid. Pero la experiencia resultó desigual. Brando, ya cansado de todo, comparecía al set con un albornoz amarillo, con un evidente sobrepeso y un ánimo que bordeaba la desgana. Penn tuvo que recurrir a auriculares para dictarle sus diálogos, y hasta hubo que anunciarle sus entradas en escena con un cartel. Incluso llegó a exigir al director que ampliara la presencia de Nicholson, no por generosidad, sino para reducir su propio tiempo en rodaje.
Nicholson no llegó a enfadarse, aunque sí se sintió herido al comprobar el desapego de quien había sido su referente. Penn tampoco atendió sus sugerencias para enderezar una historia que no terminaba de cuajar. Aun así, la experiencia tuvo un consuelo pragmático: sus 15 millones de dólares en ganancias finales, cifra que rivalizaba con el propio Brando.
Lo curioso es que Nicholson pudo haber coincidido con él mucho antes. Le ofrecieron el papel de Michael Corleone en El padrino, un rol que consideraba perfecto para sí mismo, pero lo rechazó porque pensaba —con cierto idealismo juvenil, como admitiría después— que solo un actor de ascendencia italiana debía interpretarlo. El papel terminó en manos de Al Pacino.
Brando murió en 2004, a los 80 años. Y Nicholson, pese a no haber logrado esa amistad soñada, optó por comprar tanto la casa del actor como la propiedad contigua. No quería que nadie ajeno ocupara el espacio que había pertenecido a su ídolo. Fue su modo íntimo de rendirle homenaje, de preservar una vecindad que nunca llegó a ser amistad, pero que para él siempre significó algo profundo.

Menudo elemento estaba hecho Marlon Brando, cuando rodo Superman, el tipo ni se sabía los diálogos. No me extraña que al colaborar juntos en un reparto se llevara una decepción, Jack Nicholson.
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