AUDREY HEPBURN, EL ANGEL QUE CONQUISTO HOLLYWOOD.
A veces, para comprender a Audrey Hepburn, conviene comenzar por el final: aquella mujer que, ya lejos de los focos, recorría aldeas y hospitales en África, Asia o América Latina como Embajadora de Buena Voluntad de UNICEF desde 1988. Allí ya no importaban los vestidos, ni los focos, ni la estela de glamour que la acompañó durante décadas. Importaba su determinación. Esa convicción de que, tras haber sobrevivido a la devastación europea de su infancia, su vida tenía sentido si servía a los demás.
Detrás de ese compromiso había una herida antigua. Audrey Kathleen Hepburn, nacida en Bruselas el 4 de mayo de 1929, creció entre el miedo, el hambre y la incertidumbre que trajo consigo la ocupación nazi en los Países Bajos. Allí estudió ballet en Arnhem, creyendo que su destino sería la danza, hasta que la guerra quebró sueños y rutinas. La disciplina, la elegancia y la contención que forjó en aquellas aulas marcadas por la escasez terminarían convirtiéndose en el sello de su expresividad cinematográfica.
También quedó marcada por otro golpe: la marcha de su padre, Joseph Victor Anthony Ruston, ligado a la Unión Británica de Fascistas. Aquel abandono lo definiría más tarde como «el evento más traumático» de su vida. La rigidez de su figura, su ausencia y el divorcio de sus padres se proyectaron sobre su vida adulta en forma de inseguridades, trastornos alimenticios y episodios depresivos. Su madre, la aristócrata neerlandesa Ella van Heemstra, la llevó de regreso a Holanda antes de que ambas dieran el salto a Estados Unidos, donde Audrey iniciaría el camino que nunca había previsto: el del cine.
Antes de convertirse en mito, pensó que sería bailarina profesional. «Mi sueño era ser bailarina de ballet, pero caí en el showbusiness», recordaría años más tarde. Y vaya si cayó. Tras pequeños pasos en el teatro y el cine británico, sorprendió al mundo con Vacaciones en Roma. Aquella princesa que escapaba de su propio protocolo le otorgó el Oscar a la mejor actriz y la situó en un lugar del que ya no descendería.
El resto llegó casi en cascada: Sabrina (1954), Cara de ángel (1957), Desayuno con diamantes (1961), Charada (1963), My Fair Lady (1964) o Sola en la oscuridad (1967). En todas ellas mostró una delicadeza moderna, un magnetismo poco común y una vulnerabilidad que nunca dejó de ser fortaleza. Su alianza con Hubert de Givenchy elevó su imagen pública a la categoría de mito: sofisticación, pureza de líneas y una presencia que trascendía el vestuario.
Pero mientras su brillo crecía, Audrey comenzaba a pedir aire. A finales de los años sesenta, igual que otras intérpretes como Angela Lansbury en su momento, decidió apartarse del sistema que la había elevado. Quería criar a sus hijos, vivir sin el asedio de los estudios, elegir sin prisa. Sus dos matrimonios —con Mel Ferrer primero, y después con el psiquiatra italiano Andrea Dotti— estuvieron acompañados de alegrías, pero también de pérdidas dolorosas, como los abortos espontáneos que la sumieron en una tristeza honda. De Ferrer nació su hijo Sean; de Dotti, Luca. La maternidad fue para ella refugio, ancla y prioridad.
Mirando su vida por capítulos —la niña marcada por la guerra, la joven disciplinada por el ballet, la actriz elevada a icono mundial, la madre que lucha por un hogar estable, la mujer que decide entregarse a la causa humanitaria— aparece una figura de una coherencia excepcional. Audrey Hepburn no se escudó en su fragilidad. La transformó. No se conformó con ser admirada. Quiso ser útil.
Por eso, al evocarla, su brillo ya no procede solo de Hollywood, sino de algo más profundo: la serenidad con la que convirtió su fama en herramienta y su dolor en compasión. Murió el 20 de enero de 1993, en Tolochenaz, Suiza, a causa de un cáncer de colon. Pero su legado no se sostiene únicamente en las imágenes que la hicieron inmortal, sino en la elección que hizo al final: aquella en la que decidió que la grandeza no estaba en el aplauso, sino en la entrega.
A Audrey Hepburn se la recuerda como actriz, icono, madre, filántropa. Pero quizá lo más revelador es que, aun rodeada de expectativas y de un mundo que quería convertirla en símbolo, ella eligió ser persona. Y desde ahí, cambiar lo que pudo.

Audrey Hepburn conquisto en la gran pantalla a Humphrey Bogart, Gregory Peck, Gary Cooper, Fred Astaire, Sean Connery, Burt Lancaster, Cary Grant y tantos otros,... además me parece que toco todos los géneros cinematográficos,... una grande y un bellezón lleno de delicadeza.
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