CENTENARIO DEL NACIMIENTO DE ROCK HUDSON.
Al final de su vida, cuando el cansancio había marcado su cuerpo y la sombra de la enfermedad empezaba a ocupar titulares, Rock Hudson decidió revelar aquello que tantos llevaban décadas sospechando. Fue en los años 80, tras una etapa complicada y lejos ya del brillo que le acompañó en su juventud, cuando confesó que padecía sida, algo que en aquel tiempo equivalía, cruelmente, a reconocer en público su homosexualidad. De ese modo desveló el secreto que Hollywood había tratado de sepultar bajo montañas de comedias románticas, recortes de prensa y portadas impecables.Pero la historia de esa máscara empezó mucho antes. Roy Harold Scherer —el joven que jamás imaginó dedicarse al cine— regresó de la Segunda Guerra Mundial sin más ambición que vivir cerca del mar. Instalado en Los Ángeles, sobrevivió encadenando oficios hasta que un cazatalentos vio en él algo que él mismo desconocía. Su imponente físico convenció a Universal, que no solo le ofreció un contrato, sino un molde entero en el que debía encajar. Así nació Rock Hudson.
Durante sus primeros años, la maquinaria del estudio lo convirtió en un símbolo de deseo adolescente y en el soltero más codiciado del país. En apenas dos temporadas acumuló más de una docena de películas y apareció en un sinfín de portadas, desde revistas de cine hasta publicaciones de cotilleos. Entretanto, su imagen de galán se reforzaba con melodramas como Escrito sobre el viento o Solo el cielo lo sabe, donde compartió pantalla con Lauren Bacall y Jane Wyman.
El verdadero ascenso llegó con Gigante (1956) y Adiós a las armas (1957), superproducciones que lo consagraron como estrella internacional, aunque sus limitaciones interpretativas fueran evidentes incluso para él. «No puedo hacer de perdedor porque no lo parezco», llegó a decir. Y precisamente por esa imagen triunfalista fue por lo que, cuando a la oficina de su publicista llegaron fotografías comprometiéndole con otro hombre, el estudio actuó con una rapidez quirúrgica: boda arreglada con su secretaria y comunicado oficial asegurando que la relación venía de lejos. Lo último que podía permitirse Universal era que el público conociera la verdad.
La solución para fortalecer su fachada de galán fue tan simple como eficaz: inundar su agenda con comedias románticas. Durante ocho años protagonizó casi una decena de ellas, acompañado por Gina Lollobrigida, Paula Prentiss, Leslie Caron o Cyd Charisse. Pero ninguna colaboración fue tan decisiva como la que mantuvo con Doris Day. Confidencias a medianoche, Pijama para dos y No me mandes flores los consolidaron como la pareja más emblemática del género en los 60. En paralelo, también brilló en dramas románticos con Jean Simmons, Gena Rowlands o Claudia Cardinale.
Sin embargo, la vida privada nunca encontró consuelo en el éxito. Su matrimonio terminó cuando su esposa descubrió que la engañaba con un hombre, y la llegada de la década de los 70 marcó un declive inevitable. Hollywood, que tanto lo había encumbrado, comenzó a darle la espalda. Los rumores sobre su orientación sexual corrían como fuego en los mentideros del cine, y la industria, temerosa y conservadora, empezó a relegarlo a producciones televisivas de escaso prestigio. Él mismo lo describió con amargura: «Es el mayor monstruo de todos los tiempos; lo devora todo y a todos».
Cuando alcanzó los 80, ya estaba exhausto, envejecido antes de tiempo, atrapado entre especulaciones que amenazaban con explotar de nuevo. Prefirió adelantarse y contar él mismo su verdad: tenía sida. Su confesión, devastadora e histórica, sacudió a una sociedad que aún no comprendía la enfermedad y que asociaba ser seropositivo con ser homosexual o drogadicto. Pocas semanas después, con apenas 59 años, murió acompañado por amigos tan leales como Elizabeth Taylor —con quien había compartido su última película, El espejo roto—, Burt Lancaster, Carol Burnett, Julie Andrews o Angie Dickinson.
Hoy, un siglo después de su nacimiento, la figura de Rock Hudson resuena de otro modo. Sus comedias románticas y melodramas conservarán siempre su brillo, pero su legado va más allá de la pantalla. Fue un hombre obligado a interpretar un personaje incluso fuera del set, sometido a la disciplina de una industria que prefería la apariencia antes que la verdad. El más alto, el más hermoso, el más impecable de su tiempo… y también uno de los más rotos.

Mucho se ha dicho que era un actor limitado, pero a mi la verdad es que siempre ha sido un actor que me ha gustado, muy solvente en todos sus papeles, incluso tres veces interpreto a indios (Winchester 73, El piel roja y Raza de violencia), pero como en las comedias que interpreto al lado de Doris Day, nunca ha estado tan bien.
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