VILLANOS DE CINE: RAYMOND MASSEY

 VILLANOS DE CINE

RAYMOND MASSEY

Raymond Hart Massey (30 de agosto de 1896 - 29 de julio de 1983)

Heredero de una de las fortunas industriales más sólidas de Canadá, Raymond Massey parecía destinado a una vida de oficinas y maquinarias agrícolas, no a los escenarios. Hijo de Chester Daniel Massey —propietario de la poderosa compañía de tractores Massey Ferguson— y de Anna Vincent, nació en Toronto y creció entre la disciplina del Upper Canada College y los muros más serenos del Appleby College, en Oakville. Más tarde, su educación continuó en la Universidad de Toronto y en el Balliol College de Oxford, donde, junto a su hermano, formó parte de la refinada Kappa Alpha Society. Sin embargo, el destino de Massey se torció en los campos de batalla antes de llegar a los escenarios. Al estallar la Primera Guerra Mundial, se alistó en el ejército canadiense y fue enviado al frente occidental como artillero. Allí, entre el ruido de los cañones y el olor del barro, conoció el trauma que después le acompañaría toda la vida. Las secuelas mentales de la guerra —lo que entonces se llamaba “neurosis de combate”— lo devolvieron a Canadá, donde fue reclutado como instructor en Yale, formando a oficiales estadounidenses. Su paso por Siberia en 1918 marcaría un curioso giro: fue allí, en medio de una misión militar, cuando pisó por primera vez un escenario, ofreciendo entretenimiento a las tropas norteamericanas. Gravemente herido en Francia y finalmente repatriado, Massey intentó seguir el rumbo previsto por su familia, involucrándose en el negocio agrícola. Pero el eco de los aplausos, más que el de las máquinas, terminó imponiéndose. En los años cuarenta, su nombre empezó a resonar en Hollywood: en 1944, su interpretación del siniestro Jonathan Brewster en Arsénico por compasión, junto a Cary Grant, Josephine Hull y Jean Adair, lo consagró como un actor de presencia imponente. Años más tarde, bajo la dirección de Elia Kazan, encarnó a Adam Trask, el severo padre de James Dean en Al este del Edén (1954), confirmando que aquel antiguo soldado había encontrado finalmente su verdadero campo de batalla: el escenario.