STEVEN SEAGAL, UNA PELEA DE GALLOS Y UN TANQUE.

 STEVEN SEAGAL, UNA PELEA DE GALLOS Y UN TANQUE.

Puede que Steven Seagal nunca haya rodado una gran película, pero su vida daría para una filmografía paralela, a medio camino entre la parodia y la épica involuntaria. Más de sesenta títulos jalonan su carrera, casi todos intercambiables entre sí, pero detrás del héroe de acción endurecido por la cámara se esconde un personaje que parece empeñado en superar a sus guiones. Hay anécdotas que lo dejan como un tipo entrañable y otras que lo ridiculizan sin piedad —como aquella vez que Jean-Claude Van Damme lo desafió a pelear y Seagal, sin mediar palabra, prefirió desaparecer por la puerta trasera—.

La historia que nos ocupa hoy transita en esa zona gris donde la devoción y el delirio se confunden. Si amas a los animales, quizá logres mirarlo con cierta simpatía; si no, tal vez pienses que su cruzada contra la violencia animal fue otra de sus puestas en escena desproporcionadas. Sea como fuere, ningún gallo resultó herido en la narración que sigue.

En 2011, el condado de Maricopa, en Arizona, despertó bajo el rugido metálico de un tanque. Sobre el vehículo, un hombre de casi dos metros, coleta al viento y gafas oscuras, avanzaba como si estuviera rodando una secuencia de Alerta máxima. No era ficción: era Steven Seagal. Tras él, un equipo de televisión seguía cada uno de sus pasos. Se trataba del reality show Lawman, tres temporadas dedicadas a registrar sus labores como agente de la ley, una faceta que Seagal siempre ha reivindicado con más seriedad que su carrera como actor.

Aquel día, su misión era desmantelar una red de peleas de gallos. Para ello desplegó un operativo que incluía un tanque, un robot antiexplosivos y un pelotón SWAT. Una demostración de fuerza que parecía más propia de una invasión que de un rescate aviar. Seagal defendió su actuación como un acto de amor hacia los animales. El abogado del acusado, en cambio, sostuvo que todo había sido un montaje para glorificar a su cliente televisivo, a costa del erario público.

Quizá ambos tuvieran razón. En cualquier caso, el resultado fue una escena surrealista: una pared derribada, cámaras grabando, un hombre desconcertado y, en medio del polvo, Steven Seagal convencido de estar salvando el mundo. El abogado del inculpado resumió la situación con precisión: “Creo que los contribuyentes deben de estar en estado de shock”. No tanto como el propio dueño de la casa al ver que el héroe que irrumpía en su salón no venía del cine, sino de la realidad, armado con un tanque y una buena dosis de ego.



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