LA BROMA QUE GASTÓ JOHN WAYNE AL RECIBIR SU OSCAR POR "VALOR DE LEY".

 LA BROMA QUE GASTÓ JOHN WAYNE AL RECIBIR SU OSCAR POR "VALOR DE LEY".

Desde su asiento en el Dorothy Chandler Pavilion, con la mano de su esposa entrelazada en la suya, John Wayne escuchó su nombre pronunciado por Barbra Streisand y el auditorio estalló. Era el 7 de abril de 1970, y aquel estruendo de aplausos tenía algo de justicia poética: la industria que había visto crecer al mito, al héroe americano por excelencia, por fin lo consagraba. El “duque” subió al escenario con paso firme, su figura imponente de casi dos metros dominando el espacio. Sostuvo el Oscar, lo miró unos segundos y, con el humor que nunca abandonó ni en sus westerns más secos, soltó: «Wow, no me habría importado ponerme el parche 35 años antes». La sala, rendida, rompió a reír. Luego, con una mezcla de gratitud y contención, pronunció unas palabras sencillas: agradeció a la Academia, a los espectadores y a la propia industria del cine, la misma que le había dado tanto y, al mismo tiempo, tardado tanto en reconocerle.

El personaje que le había dado aquel premio parecía escrito a su medida. En Valor de ley, Wayne interpretaba a Rooster Cogburn, un viejo agente federal tuerto, bebedor y testarudo, contratado por una joven para capturar al asesino de su padre. A los 61 años, el actor aportó al papel una humanidad fatigada y un sentido del humor que encantó a la crítica. The New York Times habló de «un personaje entrañable, duro y cansado, lleno de humor»; Time destacó su «hablar arrastrado y su equilibrio entre humor y violencia»; y Variety resumió que aquella era «una de las interpretaciones más completas de su carrera». Era la película número 139 de su filmografía, la quinta que rodaba con Henry Hathaway, con quien había compartido ya tres décadas de camaradería cinematográfica.

Curiosamente, Wayne no llegaba como favorito a la gala. Competía con Richard Burton, Peter O’Toole, Jon Voight y Dustin Hoffman, en una de las categorías más reñidas de la noche. Pero aquel papel de hombre cansado y entrañable, de leyenda viviente del Oeste, terminó por convertirse en su pasaporte definitivo al Olimpo de Hollywood.

Y pensar que, hasta entonces, su relación con los premios había sido casi anecdótica. Desde su debut en 1927 y su consagración en 1939 con La diligencia, sólo había conseguido dos nominaciones al Oscar: una por Arenas sangrientas (1950) y otra, como productor y director, por El Álamo (1961). Los festivales internacionales nunca lo premiaron, y sus galardones más notorios hasta entonces eran los dos Globos de Oro honoríficos —el Henrietta en 1953 y el Cecil B. DeMille en 1966— junto a la inevitable estrella en el Paseo de la Fama. Fue, paradójicamente, después de su muerte cuando recibió las grandes distinciones institucionales: la Medalla de Oro del Congreso y la Medalla Presidencial de la Libertad.

Pero aquella noche de 1970 bastó para resumirlo todo. En su discurso, Wayne evocó con emoción los premios que había recogido en nombre de sus amigos John Ford y Gary Cooper: «Esta noche no me siento ni listo ni ingenioso —dijo—. Me siento muy agradecido, muy humilde». En esas palabras se adivinaba algo más que modestia: la serenidad del hombre que, tras más de 160 películas y más de tres décadas a caballo entre el mito y el oficio, entendía que su verdadera recompensa no era el oro del Oscar, sino el haber dejado una huella indeleble en la pantalla.

Breve, conciso, prudente… como tantos personajes suyos. John Wayne, al fin y al cabo, había vuelto a imprimir la leyenda.



Comentarios

  1. Fue un Oscar en reconocimiento a su carrera, ya que John Wayne anteriormente había hecho interpretaciones mucho mejores que esta. Es mas de todas las peliculas que he visto de Wayne, esta es su peor interpretación.

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