HATTIE McDANIEL, HIJA DE ESCLAVOS Y GANADORA DE UN OSCAR.

 HATTIE McDANIEL, HIJA DE ESCLAVOS Y GANADORA DE UN OSCAR.

Hattie McDaniel ocupa un lugar único en la historia del cine. Su nombre, todavía hoy, resuena en cada reivindicación de la comunidad afroamericana porque fue la primera persona negra en ganar un Oscar. Pero su historia, más allá del símbolo, es la de una mujer que transformó la adversidad en una forma de resistencia silenciosa, tan poderosa como su sonrisa.

Nació en Kansas en 1893, hija de dos esclavos liberados que apenas tenían nada, salvo el deseo de que sus hijos pudieran aspirar a más. De los trece que tuvieron, Hattie fue la menor. Su padre, veterano del Regimiento de Infantería de Color de Tennessee durante la Guerra de Secesión, le transmitió el amor por el blues y el vodevil. Aquella pasión la llevó a recorrer el sur de Estados Unidos junto a su hermana, actuando para públicos afroamericanos mientras alternaba con trabajos de cocinera o limpiadora.

La Gran Depresión arrasó con los espectáculos ambulantes, y Hattie, decidida, hizo las maletas y puso rumbo a Hollywood. Muchos le advirtieron que, como mujer negra, su destino allí no pasaría de fregar suelos. Y, en efecto, sus primeros empleos en la meca del cine fueron de servicio doméstico, los mismos que luego interpretaría en pantalla. Sin embargo, no se rindió. A partir de 1932 comenzó a aparecer en películas, siempre en papeles diminutos y sin acreditar: cocineras, amas de llaves, encargadas de tocador. Personajes sin nombre que, aun así, ella llenaba de dignidad.

Poco a poco, Hollywood empezó a fijarse en ella. Trabajó bajo la dirección de grandes nombres como John Ford, George Stevens o Richard Thorpe, y coincidió con estrellas como Katharine Hepburn, Mae West, Marlene Dietrich o Cary Grant, aunque sus escenas solían durar apenas unos segundos. Todo cambió cuando Bing Crosby, que la había visto en pantalla y ni siquiera sabía su nombre, la recomendó al productor David O. Selznick para Lo que el viento se llevó.

El destino quiso que su interpretación de Mammy, la criada fiel de Scarlett O’Hara, la convirtiera en leyenda. Pero el triunfo no estuvo exento de amargura. En 1939, durante el estreno en Atlanta, ni ella ni el resto del elenco afroamericano pudieron asistir a la gala: el teatro era solo para blancos. Vivien Leigh, Clark Gable y Olivia de Havilland protestaron, y Margaret Mitchell, autora de la novela, le envió un telegrama lleno de ternura: “Ojalá hubieses podido oír los aplausos”.

Un año más tarde, la historia se repitió en los premios de la Academia. El Hotel Ambassador no permitía la entrada a personas negras. McDaniel tuvo que acceder por la puerta de servicio y sentarse en una mesa apartada, lo que enfureció a Gable, que estuvo a punto de boicotear la ceremonia. Pero cuando Fay Bainter pronunció su nombre, el auditorio entero se vino abajo. Entre lágrimas, Hattie McDaniel subió al escenario y pronunció un discurso que sigue grabado en la memoria del cine: “Este es uno de los momentos más felices de mi vida. Espero poder ser siempre una fuente de orgullo para mi raza y para la industria cinematográfica. Mi corazón está demasiado lleno como para poder explicarlo. Solo puedo decir, sinceramente, gracias”.

Aquel Oscar no cambió su destino. Hollywood siguió ofreciéndole los mismos papeles, y la comunidad negra la criticó por interpretarlos. “Puedo ser criada por siete dólares a la semana o hacerlo en el cine por setecientos”, respondió con ironía. En los diez años siguientes rodó más de veinte películas, casi siempre en papeles secundarios, pero al lado de las grandes estrellas del momento. Muchos, como Clark Gable, Bing Crosby o Esther Williams, fueron amigos leales que frecuentaban sus fiestas y hablaban maravillas de su generosidad.

En 1947 obtuvo al fin su propio programa de radio, Beulah, donde interpretaba a una bondadosa empleada doméstica. Era su primer papel protagonista, pero la enfermedad la obligó a abandonarlo poco después. Murió en 1952, a los 59 años, víctima de un cáncer de mama. Se casó cuatro veces y no tuvo hijos, pero dejó tras de sí una huella imborrable.

De carácter alegre y espíritu religioso, repetía una frase que resumía su vida entera: “En mi vida, Dios es lo primero, el trabajo lo segundo y los hombres lo tercero”. La suya fue una existencia marcada por el coraje, la fe y la dignidad. Y aunque su Oscar fue, durante décadas, un símbolo solitario, hoy su nombre brilla como el de una pionera que abrió el camino a todos los que vinieron después.



Comentarios

  1. No cabe la menor duda de que ella era el alma de Lo que el viento se llevo.

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