EL DÍA QUE JOHN WAYNE DIJO "NO" A STEVEN SPIELBERG.
A finales de los años setenta, Steven Spielberg era todavía un joven prodigio que aprendía a manejar su propio mito. Tras el huracán comercial de Tiburón (1975) y el asombro cósmico de Encuentros en la tercera fase (1977), el cineasta quiso dar un salto hacia lo que consideraba el siguiente territorio natural: la guerra. Pero en lugar de abordarla con solemnidad, decidió hacerlo desde la parodia, a contracorriente del espíritu heroico que aún impregnaba la memoria de la Segunda Guerra Mundial. Así nació 1941, una comedia desmesurada sobre el pánico que sacudió California después de Pearl Harbor.
En el otro extremo del espectro estaba John Wayne. Más que un actor, una institución: el rostro inmutable del patriotismo americano, la voz que había encarnado durante décadas la certeza de que el heroísmo era simple, viril y sagrado. Spielberg lo admiraba desde niño y soñaba con contar con él, aunque solo fuera para un breve cameo como el general Joseph Stilwell. Le envió el guion con entusiasmo juvenil, convencido de que el veterano se dejaría seducir. Pero el mito respondió con severidad: Wayne leyó el libreto y lo consideró un insulto. No le preocupaba tanto el esfuerzo físico —su salud ya se resentía— como la idea misma de reírse de la guerra. “Eso fue un conflicto real”, le dijo, “no se bromea con algo que costó miles de vidas”. Para él, el guion no solo era inadecuado: era, literalmente, “antiamericano”.
Spielberg siguió adelante sin su bendición. En 1979, 1941 llegó a los cines con John Belushi y Dan Aykroyd al frente, y con un presupuesto gigantesco —más de 35 millones de dólares— para un género que no entendía de gastos tan desmedidos. El resultado fue un fiasco: ni la crítica ni el público supieron cómo leerla. Demasiado cara para ser una farsa, demasiado absurda para ser una sátira, demasiado ruidosa para ser una película de guerra. Durante un tiempo, Hollywood susurró que el niño prodigio se había creído invulnerable.
Sin embargo, el tiempo pondría las cosas en perspectiva. Dos décadas más tarde, Salvar al soldado Ryan y Hermanos de sangre devolverían a Spielberg al frente de la memoria bélica, esta vez con la seriedad y el respeto que Wayne habría aprobado. Aquella comedia fallida se reveló, en retrospectiva, como el ensayo de un cineasta que aún estaba buscando la forma de mirar el horror sin perder la inocencia.
La historia de 1941 es, por tanto, algo más que un tropiezo industrial: es el encuentro imposible entre dos maneras de entender el cine americano. Wayne representaba el pasado heroico; Spielberg, el impulso de una generación que empezaba a mirar la historia con ironía, duda y fascinación. En ese desencuentro quedó trazada, quizá sin que ninguno de los dos lo supiera, una frontera definitiva entre el Hollywood clásico y el moderno.

Dejemos de lado el sentimiento patriótico o su lado político de lado, pero John Wayne no había nacido ayer, y sabía ver un buen guion o una buena historia y "1941" no fue precisamente una buena pelicula, me pareció una imitación de aquella pelicula de los sesenta, "Que vienen los rusos".
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